2 de junio de 2007

LUNES, 12.01 A.M






Ignacio Avalos Gutiérrez


Las quejas vienen de muy atrás, cuarenta años, por lo menos. Quejas formuladas desde distintos puntos de vista, por los más diversos sectores de la sociedad venezolana, configurando un alegato para sentar en el banquillo de los acusados a la televisión venezolana, bajo el cargo de encontrarse en deuda con los ciudadanos y con la democracia.

A lo largo de este tiempo se presentaron hasta 14 proyectos, elaborados para reemplazar unas normas muy viejas, vigentes durante medio siglo, todos ellos con el mismo destino: ninguno prosperó, ninguno aterrizó en ningún lugar, todo quedó según venía viniendo y, en consecuencia, siempre tuvimos la televisión que los dueños y gerentes de los canales determinaron que debíamos tener. Las buenas ideas sucumbieron cada vez frente al argumento de que las televisoras no podían ser tocadas ni con el pétalo de una rosa, de lo cual puede dar fe, por mencionar un solo ejemplo, el Presidente Herrera Campins, quien osó prohibir los anuncios de cigarrillos y bebidas alcohólicas y fue, por ello, borrado de la pantalla chica. Cualquier regla, era el argumento, podía poner en jaque la libertad de expresión y llevarse por delante todo el andamiaje democrático. La televisión siguió, así pues, casi sin normas y fallándole al país. Continuó funcionado en clave financiera, no de servicio público y ejerciendo, a su libre entender, la custodia del derecho a la (su) libertad de expresión, dándole la razón, de paso, a quienes argumentaban que el poder mediático, dejado a su aire, socava al poder político. Después de este periplo de cuatro décadas y una decena larga de propuestas, se llegó, tarde y mal, a la Ley Resorte, un instrumento muy distinto al que aspiraron muchos durante mucho tiempo.

En la madrugada del lunes pasado salió del aire RCTV, mediante una decisión que tiene muy poco que ver con los motivos que fundamentaron el viejo reclamo ciudadano, esa vieja pretensión de contar con una televisión más digna y democrática. En efecto, cualquiera sabe – a estas alturas nadie se chupa el dedo – que la misma obedeció a razones políticas, no obstante su envoltorio jurídico para tratar de explicarla, incluyendo el decomiso de sus equipos apoyado en un concepto de utilidad pública convertido en saco sin fondo, mientras que a Venevisión se le prorrogó el permiso, un reconocimiento a la mesura política de sus propietarios y no, ciertamente, a la calidad del menú que le ofrece a los venezolanos.

Cuesta imaginar que la nueva planta vaya a ser una televisora de servicio público y, como tal participativa, plural, en fin, con las características exigidas para ello. No es que uno quiera ser pesimista, pero basta haber mirado estos últimos años al canal ocho para disipar cualquier duda, es decir, cualquier esperanza, y resignarse a que nuestro mejor escenario posible sea, Lil Rodríguez mediante, una televisora con una buena programación de salsa. Y basta haber visto y oído, también, los medios de comunicación comunitarios – una bandera tan cara a los movimientos de izquierda – para constatar cómo han sido transformados, varios de ellos, en aparatos de propaganda gubernamental. En fin, en el actual contexto venezolano no parece que haya sido un gran negocio para los ciudadanos, ni para el sistema democrático, haber cambiado a los dueños privados del canal 2 por una directiva mayoritariamente integrada por funcionarios estatales, administrando un presupuesto que le viene íntegro del Ministerio de Hacienda.

Así las cosas, el remedio aplicado resultó peor que la enfermedad. Lamentablemente, a las 12.01 a.m. del pasado lunes no comenzó a escribirse un mejor capítulo para la televisión venezolana. Esta seguirá en deuda con todos nosotros, los de este lado y los del otro y, sobre todo, con los que no están ni en uno ni en otro.

El Nacional, 30 de mayo del 2007