La otra generación
Un texto de Luis Yslas publicado en Re-Lectura
Una muchacha se acuesta sobre uno de los jardines de la USB. Alrededor, cientos de jóvenes esperan el inicio de una asamblea de estudiantes. Ella también aguarda, en silencio. Ha sacado un libro de su bolso y, tendida sobre la hierba, empieza a leer. Su concentración es total. Nada la distrae. Pasan algunos minutos y una voz anuncia el comienzo de la asamblea. Se encienden los micrófonos, las cámaras. La gente se aglomera, se entusiasma. Ella coloca un ticket del Metro en una de las páginas recién leídas, cierra el libro y se levanta. Otra concentración la reclama. Otras palabras. Los universitarios van a hablar.
Y llevan dos semanas hablando. En voz alta. Y más aun: observados por un país que, a pesar de sus preferencias o indiferencias políticas, ya no puede decir que los estudiantes venezolanos permanecen al borde de las crisis sociales. Ha habido, claro, titubeos, temores, errores, pero no han sido tan graves como para opacar la claridad y calidad de sus demandas. Es posible que muy pocos imaginaran que estas manifestaciones se prolongarían con la intensidad, organización, seriedad y creatividad que han demostrado hasta el momento. Y no parecen cansarse. Por el contrario, lo que se percibe en muchos centros educativos del país es un rebelde entusiasmo que, sin dejar de ser combativo, ha decidido apostar desde el principio por los actos pacíficos, la coordinación e integración de diversas universidades venezolanas, la creación y difusión de planes, ideas y reclamos concretos, basados en planteamientos inteligentes, ingeniosos y viables, y no en aquel idealismo, unas veces ingenuo y otras insensato, al que se abandonó la oposición tradicional en repetidas ocasiones. He aquí una lección que requeríamos aprender. Porque estos jóvenes han salido a las calles a manifestar su malestar y su preocupación por lo que consideran una agresión, en principio, a las libertades de expresión, de pensamiento... y, más preocupante aun para sus intereses cercanos –que al final nos competen a todos–, una amenaza a la autonomía universitaria; un ataque nefasto a la inteligencia, a la cultura y al porvenir de un país cada vez más enrojecido de fanatismo.
Estos días hemos visto además a unos estudiantes en la Asamblea Nacional de Venezuela, y en cadena nacional, defender su derecho a la réplica, a la diversidad de opiniones, a pensar por su cuenta, y bajo su riesgo. Y pese a algunos reparos que se le puedan hacer al discurso leído por el estudiante de la Unimet, Douglas Barrios, o a la manera en que se retiraron de la Asamblea, esa tarde demostraron una convicción y un aplomo que ya querrían algunos veteranos de la política nacional. El gobierno los acusa de estar siendo manipulados por organismos conspiradores, en un obvio afán por confundir manipulación con asesoría. Irresponsables serían más bien estos muchachos si pretendieran sabérselas todas como para evitar recibir consejos y apoyo. Es comprensible que lo hagan. Y hasta ahora los resultados han evidenciado que los fines no sólo son distintos a los que aspiraba acceder atropelladamente la oposición estos últimos años, sino que además los medios de protesta han estado en sintonía con los objetivos planteados; esto es, han sido sensatos, firmes y responsables. En todo caso, se podría hablar, con más pruebas incluso, de los asesores foráneos en los que se apoya el gobierno para cometer sus desmanes maquillados de progreso socialista. ¿Es ese tipo de “apoyo” extranjero considerado acaso una manipulación, una injerencia o una humillación por el gobierno actual? Ni se lo preguntan, por supuesto.
También es verdad que muchos nos quedamos con ganas de oír qué más podían, o debían, decir estos jóvenes aquel día en la Asamblea. Pero es mejor lamentarse por lo que no dijeron, que por lo que pudieron haber dicho (o hecho) de más. Recordemos que la sombra de aquel equívoco abril aún oscurece a más de un improvisado, a más de un apurado. Estos estudiantes están claros: no tienen prisa, pero tampoco miedo. Han sabido domeñar con rapidez su espontaneidad, para hacerla menos instintiva y más efectiva. De largo alcance. Y la paciencia es también una virtud que a este país le cuesta practicar.
Pero esa tarde en la Asamblea, los estudiantes hicieron algo mucho más meritorio y urgente: reivindicaron uno de los derechos humanos sobre el que se sostienen todos los demás: el derecho a la palabra. Una palabra que disiente, que puede y quiere ser distinta al discurso oficial, que excluye el sectarismo y la sumisión a un “pensamiento” uniformado. “Cuando una sociedad se corrompe –dice Octavio Paz–, lo primero que se gangrena es el lenguaje. La crítica de la sociedad, en consecuencia, comienza con la gramática y con el restablecimiento de los significados”. He allí el logro más valioso, por oportuno, de estos jóvenes durante estos tensos y luminosos días de mayo y principios de junio: la recuperación de una voz colectiva y crítica –necesaria en toda sociedad que se precie de civilizada–, de un lenguaje en el que la diferencia y la transparencia de sentidos prevalezcan sobre las imposturas y tergiversaciones de una gramática del poder que ha maltratado un bien colectivo, un vehículo de comunicación que a todos nos incluye, nutre y representa: nuestro lenguaje. Si en este país, palabras como “golpista”, “burgués”, “pueblo”, “revolución”, “fascista”, “imperialista”, “chavista”, “socialista”, “liberal”, “patria” y hasta la misma “muerte” son interpretadas no según su naturaleza semántica, sino a partir de la ideología de quien las emite (o repite), resulta entonces comprensible que este espíritu de renovación social y verbal haya surgido justamente en las universidades, recintos en los que el pensamiento reflexivo se opone radicalmente a un Estado que sustenta su fuerza y poderío en el empobrecimiento del lenguaje. Es decir, en la aniquilación de las posibilidades de creación y convivencia humanas.
¿Qué hemos de esperar los días por venir? Es posible que las protestas disminuyan, o adquieran otras formas de expresión, y de lección, para todos aquellos que durante mucho tiempo tildaron a los estudiantes de apáticos, y hasta de apátridas. Lo deseable sea tal vez prestar atención, y no sólo aplaudir desde la orilla, a lo que la juventud tiene que decir. Y exigir. De seguro se abrirán los debates, por lo que vienen días de pruebas aún más rigurosas que las académicas. Y también podría empezar un proceso de integración, de encuentro, entre los diversos sectores sociales, que, aunque han manifestado solidaridad con las protestas estudiantiles, no pueden seguir contemplando desde las gradas lo que los jóvenes se juegan en la cancha de la política contemporánea. Porque en ese juego, en el que no sólo vale ganar, sino jugar limpio y bien, todos estamos apostando demasiado. Entre otras cosas, la dignidad de vivir en un sistema realmente democrático, que no se parezca a lo que este gobierno sustituyó, pero tampoco a este gobierno. No debemos olvidar que cuando el ser humano se enfrenta a una fuerza fanática, corre el riesgo de mimetizarse con lo que rechaza. “Se puede contraer fanatismo fácilmente, incluso al intentar vencerlo o combatirlo –señala el escritor Amos Oz–. Leyendo los periódicos o viendo la televisión, es posible comprobar todos los días lo fácilmente que la gente se convierte en fanática antifanática”. De allí la importancia de vigilar tanto los actos ajenos como los propios, ésos que se van gestando en silencio y en lo oscuro de nuestra intimidad. Se trata pues de contener dos fuerzas opuestas: las que atacan desde afuera, y las que empujan desde adentro. La ira, el resentimiento y la envidia suelen igualarnos a aquello que combatimos. Vencerse a uno mismo en ese duelo interno, es ya una forma de emprender una lucha más franca, y en consecuencia, más fortalecida contra las amenazas externas, que, para nadie es ya un secreto, pueden ser múltiples, poderosas y despiadadas.
Pertenezco a una generación que fue calificada de boba en 1984 por el no muy elocuente Edmundo Chirinos. No sé en realidad si el término fue el apropiado. Pero sí es verdad que una buena parte de aquella generación, ya sea por indiferencia o ceguera, permitió que se instalaran en el poder unos seres para los que no existe otra verdad ni otro bienestar político, que no sean los suyos. Si eso no fue una bobería, fue algo peor, que en todo caso no vale la pena calificar a esta altura de la vergüenza. Las circunstancias son muy distintas, diría algún doliente. Yo respondería que eso puede servir de explicación, pero no de excusa. No hicimos mucho por impedir lo que ahora es nuestro mayor impedimento. Por el contrario, esta generación que hoy sale a las calles, que alza la voz y los brazos y dice estar harta de tanto atropello estatal y decadencia política, son jóvenes conscientes de lo que pueden llegar a perder: nada menos que su futuro. Es una generación que no quiere degenerarse. Por eso también celebro su rebeldía y sus formas de expresarla. Por lo que ellos están haciendo, y también, por lo que nuestra generación no supo o no quiso hacer. Ni ser.
Puede que los resultados de este despertar, de este proceder estudiantil, estén aún muy lejos de ser frutos comestibles, de ser menos un ahora que una promesa lejana pero posible. Quizás nos lleve más tiempo del que podamos soportar. O sobrevivir. Pero sólo el que espera encuentra lo inesperado, pensaba Heráclito. ¿Juzgo demasiado pronto a estos jóvenes? Es probable. Pero prefiero el riesgo que habita en la esperanza, que la bobería de callar lo que pienso, y de la que alguna vez fui acusado. Mientras tanto, ojalá que cada tregua sea un instante parecido al de aquella muchacha que, al arribo de las acciones, se detiene en las páginas de un libro, buscando quizás respuestas, invenciones, desahogos... o esperando sumar más sombras o contradicciones a sus dudas. No importa. Lo rescatable es que ese gesto nos recuerde la imperiosa necesidad de alimentar el conocimiento, educar la sensibilidad y ejercitar la imaginación; es decir, de reforzar y proteger aquello que se nos quiere arrebatar.
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