25 de junio de 2007

Comunicadores populares:
el reto de formar (se) para la inclusión


El fanatismo comienza en casa y el antídoto también se puede encontrar en casa:
Está en la yema de los dedos cuando escribimos.
Amos Oz



La polémica acerca de las bases del Premio Regional de Periodismo, que abren la posibilidad de que se reconozca el trabajo de quienes no están afiliados al Colegio Nacional de Periodistas (CNP), nos ofrece la ocasión de compartir algunas reflexiones en torno a un tema que ocupa importantes espacios de discusión pública: la comunicación comunitaria.

Por primera vez en su historia, en el tristemente célebre año 2002 se otorgó una mención del Premio Nacional de Periodismo a un medio “alternativo” no gestionado por periodistas. Luego de una agria diatriba, suscitada por las declaraciones del periodista y profesor Earle Herrera, quien se pronunció en contra, este hecho no se repitió. Tres años más tarde el mismo Herrera presentó un proyecto especial al Minci gracias al cual, a partir del año pasado, se otorga el Premio Nacional de Comunicación Alternativa y Comunitaria. Cuestión de delimitar espacios y competencias.

A los periodistas que ejercen en Trujillo, facultados para ello por las leyes que rigen la profesión, les asiste el legítimo derecho de protestar la actuación de los legisladores trujillanos quienes, al no incluir entre los requisitos para optar al premio la obligatoria adscripción al CNP, desconocen ni más ni menos que la Ley y los Reglamentos vigentes sobre la materia. Además de hacer este señalamiento, nos interesa, debido al sesgo político que acompañó la decisión, proponer una reflexión en torno a los cambios que se observan hoy –en Venezuela, pero también en América Latina– en la llamada comunicación popular, alternativa, de base… o como se le haya calificado desde que irrumpió en los escenarios comunicacionales a mediados de los años 70.

En las últimas décadas del pasado siglo, aludir en el país a experiencias comunicativas de corte popular pasaba por, de antemano, presumirlas opuestas al poder establecido, fuera éste el mediático o al de los gobiernos que se sucedieron a lo largo del período democrático. En ese entonces, la mayoría de estos medios dependían del trabajo voluntario, de la cooperación internacional e, incluso, de tímidos avisos. Salvo algunas oficinas gubernamentales, a través de mínimos aportes, no existían instancias del Estado que estimularan medios con perfil comunitario. Hoy la situación es radicalmente diferente.

Durante la presidencia del Teniente Coronel Hugo Chávez Frías no sólo ha surgido una enorme cantidad de nuevos medios, sino que éstos han recibido un importante apoyo oficial. Según las propias cifras de CONATEL y del Minci, en apenas cuatro años se han habilitado 193 medios radioeléctricos y, de éstos, en los dos últimos años 108 recibieron cerca de cuatro millardos de bolívares para la adquisición de equipos, capacitación, adecuación de la infraestructura e, incluso, para la constitución de las fundaciones que los gestionan. En cuanto a los impresos, hay más de 200 medios registrados.

A pesar de la inexistencia de un monitoreo que permita definir con exactitud la tendencia política de éstos, su adhesión a los lineamientos del gobierno es un hecho notorio. Para corroborarlo, basta con acceder al portal de la Asociación Nacional de Medios Comunitarios, Libres y Alternativos donde se evidencia con claridad el apego al proyecto liderado por el Presidente.

La falta de un diagnóstico exhaustivo nos impide afirmar que esta directriz sea uniforme, pero es lógico suponer que cuando el Estado proporciona el apoyo también condiciona los contenidos y/o ejerce una censura velada o abierta. Sin hablar de la autocensura.

Un giro para reflexionar

¿Por qué la mayoría de los llamados medios “comunitarios” venezolanos adhiere hoy la voz del gobierno?

No disponemos de estudios que nos permitan ofrecer ni siquiera conjeturas, pero lo que sí es cierto es que en el seno de algunos movimientos de larga data y tradición en América Latina se percibe con claridad una tendencia dirigida a cuestionar este tipo de prácticas pues, además de suponer un uso instrumental de la comunicación, éstas contribuyen con una mayor división de la sociedad, sobre todo cuando se sufre, como en el caso venezolano, los perniciosos efectos de la polarización política.

En este sentido, estudiosos como Cristóbal Alva (periodista que ejerce en medios alternativos) han hecho críticas importantes al destacar que es necesario aproximarse a las ricas manifestaciones presentes en las culturas populares y reflejar sus diversos matices, orientación que hasta ahora ha estado relegada por la beligerancia política.

A nuestro juicio, este señalamiento parece destinado a alertar acerca de la necesidad de superar un tipo de comunicación alternativa, vigente en los años 80, que se puso al servicio de los llamados “sectores combativos”. Este criterio, se reconoce hoy, generaba unas prácticas comunicacionales muy poco eficaces que dieron como resultado no sólo medios muy poco atractivos, sino mera ideologización en vez de formación crítica.

En la actualidad, es imposible desconocer las transformaciones ocurridas a escala mundial tras la caída del muro de Berlín y las consecuencias de la explosión tecnológica. A otras realidades no se puede seguir ofreciendo las mismas respuestas ni interpretaciones. Es necesario, como señala la investigadora Clemencia Rodríguez, dejar de mirar la comunicación como un instrumento y comenzar a entenderla como la práctica misma de la democracia.

Hoy, tomando en cuenta las nuevas configuraciones políticas y socioculturales, las iniciativas comunicativas de corte comunitario deben evaluar seriamente las experiencias pasadas y tomarse cada vez más en serio la tarea de (auto) formación de sus hacedores si es que quieren propiciar el desarrollo una activa –y crítica– participación ciudadana.

La construcción de un verdadero diálogo supone parar las orejas y esto no sólo es exigible a quienes dirigen y trabajan en medios públicos y privados. Mucha más capacidad de escucha cabe exigir y esperar de los líderes comunitarios y de los medios que éstos gestionan, si en realidad les mueve el deseo de hacer visible la natural polivocalidad de las comunidades a las cuales pertenecen y deben servir.

Calibrar esta responsabilidad pasa por analizar y reflexionar seriamente sobre los objetivos de fondo, pero también sobre la forma, del quehacer comunicativo. En Venezuela, los medios tienen por delante este reto y para ello, qué duda cabe, es necesaria la formación, especialmente aquella llamada a la comprensión del otro, a la inclusión, al respeto y a la tolerancia.
En este sentido, vale la pena recordar lo dicho por el escritor, periodista y pacifista israelí Amos Oz, quien no se cansa de repetir que el choque entre judíos israelíes y árabes palestinos no es una historia de buenos y malos, sino una tragedia:

"Cuando escribas, aunque por supuesto puedes escribir lo que te apetezca, incluso cosas muy duras, recuerda que la voz humana ha sido creada para expresar tanto quejas como burlas, pero esencialmente cuenta con un porcentaje muy significativo de serenidad y precisión que aparece en las palabras moderadas. Al haber tanto ruido puede parecer que una voz así no tiene ninguna posibilidad, pero a pesar de todo vale la pena dejar que se oiga…"

En un clima de agobiante polarización, la obligación de abrir espacios para que se armonice la pluralidad de voces que conforma el cuerpo social es tarea de todos. Creemos que este 27 de Junio, Día del Periodista, bien podríamos preguntarnos si nuestro quehacer comunicativo, profesional o no, le está abonando a la construcción de medios equilibrados y, por ende, a una sociedad democrática.

Raisa Urribarrí, publicado en el Diario de Los Andes.
El artículo resume un ensayo más amplio publicado en la revista Comunicacón No. 137 (Caracas: Centro Gumilla)

16 de junio de 2007

¿Cmo tas, etdst? ¿Dsps d sto q?




Estamos en un mundo de nativos, inmigrantes digitales y los otros. Los primeros piensan más rápido mediante mecanismos distintos, tienen percepción más rápida a partir de menos datos. Mi hija adolescente está conectada desde que se despierta, es casi un cyborg pues usa todas sus interfases para comunicarse con sus pares y establecerse en su nuevo universo digital. (A propósito, aprobó biología con 8/10).


La mayoría de los adultos seguimos siendo monoproceso. Ella es "multiproceso" con licencia de software libre. Mientras baja música, sube imágenes a su fotoblog, chatea, responde mensajes sms en el celular, ve televisión haciendo zapping y estudia... todo en simultáneo. A veces también come galletitas y yogurt en una vertiginosa actividad que demuestra un despliegue virtuoso de nuevas capacidades y sinapsis cerebrales que desconciertan. Ella piensa en varias dimensiones simultáneas (¿en digital?) y nosotros apenas logramos hacerlo secuencialmente (¿en analógico?).


Ella piensa bajo licencia GNU y a nosotros aún nos cuesta sacudirnos el sistema propietario, lleno de mandatos y definiciones. Ambos estamos sometidos a los mismos procesos de aprendizaje ante la nueva realidad líquida, pero ellos están mejor preparados para discriminar, mucho más rápido, qué información les sirve y cuál no. En esta realidad fragmentada que los "inmigrantes" hemos sabido construir, ellos no necesitan definiciones, las crean todo el tiempo como se hace con el lenguaje, por ello el idioma de los nativos es cada vez más corto e instantáneo. Tal vez estemos ante un nuevo tipo de inteligencia.


Mientras a nosotros la abundancia de información nos apabulla, y muchos piden más reglas, más controles, más definiciones que los protejan del cambio y de la inseguridad que produce este nuevo mundo atemorizante, ellos se mueven como pez en el agua, con total libertad. Los chicos filtran mucho más que nosotros y focalizan distinto su atención sin necesidad de normas explícitas. Enfrentan la enorme masa de información prestando menos atención a los fragmentos particulares y parece que lo hacen por menos tiempo. Lo que despierta no pocos flames interpersonales tanto en la casa como en la red. Lo que pasa es que sus referentes ya no somos nosotros, son sus pares en los espacios virtuales y en los otros. Eso que nos gusta llamar realidad.


En este nuevo universo global estamos excluidos. Nosotros venimos del mundo de la información, y de cómo controlarla, clasificarla, ubicarla. Probablemente para ellos la información son sólo datos,"commodities" sin valor al alcance de cualquiera.

¿Y entonces para qué servimos?

La información sólo adquiere valor si le agregamos experiencia (o, mejor aún, cultura) que permita resolver problemas reales de la gente y por ende cobrar importancia. Por eso el modelo que se adopte es fundamental y no transportable. Podemos seguir la utopía McDonald y pensar que esa es la realidad. O podemos intentar una sociedad del aprendizaje donde sea tan importante aprender de la experiencia de otros , y sobre todo de los nativos digitales, como des-aprender las propias de inmigrantes un poco rancios.Para ser rápido, coherente hablando en nativo, la fórmula podría ser:
SA=(C=G+I)+E

Es decir:

Sociedad de Aprendizaje = (Conocimiento = Gente + Información) + Experiencia

Es en ese contexto es que, a mi entender, toma relevancia el no pretender "alfabetizar" a nadie. También toma prioridad la responsabilidad de los "amautas" - ustedes, que son los que saben - sobre todo en garantizar el libre tránsito de la información y la cultura. Sin moderación.


Hoy ha llovido en Maldonado, el mar esta calmo y playo recorrido por las gaviotas del este uruguayo. Con un mate en la mano, en mi terraza todavía húmeda de lluvia, desde mi lugar de "inmigrante digital", re- leo una vieja revista de donde rescato perlas que dejé pasar, pero que ahora vienen justo. Al pelo, como decía mi abuela la inmigrante de verdad. Entonces vuelvo al ruedo aunque siempre le seguiré escapando al redil.


¿ cmo tas, etdst? ¿dsps d sto q?


José Soriano (periodista, pionero de Internet, fundador de la Red Científica Peruana) Aporte a la lista www.funredes.org/mistica

12 de junio de 2007

Los chamos de mayo




La otra generación
Un texto de Luis Yslas publicado en Re-Lectura



Una muchacha se acuesta sobre uno de los jardines de la USB. Alrededor, cientos de jóvenes esperan el inicio de una asamblea de estudiantes. Ella también aguarda, en silencio. Ha sacado un libro de su bolso y, tendida sobre la hierba, empieza a leer. Su concentración es total. Nada la distrae. Pasan algunos minutos y una voz anuncia el comienzo de la asamblea. Se encienden los micrófonos, las cámaras. La gente se aglomera, se entusiasma. Ella coloca un ticket del Metro en una de las páginas recién leídas, cierra el libro y se levanta. Otra concentración la reclama. Otras palabras. Los universitarios van a hablar.


Y llevan dos semanas hablando. En voz alta. Y más aun: observados por un país que, a pesar de sus preferencias o indiferencias políticas, ya no puede decir que los estudiantes venezolanos permanecen al borde de las crisis sociales. Ha habido, claro, titubeos, temores, errores, pero no han sido tan graves como para opacar la claridad y calidad de sus demandas. Es posible que muy pocos imaginaran que estas manifestaciones se prolongarían con la intensidad, organización, seriedad y creatividad que han demostrado hasta el momento. Y no parecen cansarse. Por el contrario, lo que se percibe en muchos centros educativos del país es un rebelde entusiasmo que, sin dejar de ser combativo, ha decidido apostar desde el principio por los actos pacíficos, la coordinación e integración de diversas universidades venezolanas, la creación y difusión de planes, ideas y reclamos concretos, basados en planteamientos inteligentes, ingeniosos y viables, y no en aquel idealismo, unas veces ingenuo y otras insensato, al que se abandonó la oposición tradicional en repetidas ocasiones. He aquí una lección que requeríamos aprender. Porque estos jóvenes han salido a las calles a manifestar su malestar y su preocupación por lo que consideran una agresión, en principio, a las libertades de expresión, de pensamiento... y, más preocupante aun para sus intereses cercanos –que al final nos competen a todos–, una amenaza a la autonomía universitaria; un ataque nefasto a la inteligencia, a la cultura y al porvenir de un país cada vez más enrojecido de fanatismo.

Estos días hemos visto además a unos estudiantes en la Asamblea Nacional de Venezuela, y en cadena nacional, defender su derecho a la réplica, a la diversidad de opiniones, a pensar por su cuenta, y bajo su riesgo. Y pese a algunos reparos que se le puedan hacer al discurso leído por el estudiante de la Unimet, Douglas Barrios, o a la manera en que se retiraron de la Asamblea, esa tarde demostraron una convicción y un aplomo que ya querrían algunos veteranos de la política nacional. El gobierno los acusa de estar siendo manipulados por organismos conspiradores, en un obvio afán por confundir manipulación con asesoría. Irresponsables serían más bien estos muchachos si pretendieran sabérselas todas como para evitar recibir consejos y apoyo. Es comprensible que lo hagan. Y hasta ahora los resultados han evidenciado que los fines no sólo son distintos a los que aspiraba acceder atropelladamente la oposición estos últimos años, sino que además los medios de protesta han estado en sintonía con los objetivos planteados; esto es, han sido sensatos, firmes y responsables. En todo caso, se podría hablar, con más pruebas incluso, de los asesores foráneos en los que se apoya el gobierno para cometer sus desmanes maquillados de progreso socialista. ¿Es ese tipo de “apoyo” extranjero considerado acaso una manipulación, una injerencia o una humillación por el gobierno actual? Ni se lo preguntan, por supuesto.

También es verdad que muchos nos quedamos con ganas de oír qué más podían, o debían, decir estos jóvenes aquel día en la Asamblea. Pero es mejor lamentarse por lo que no dijeron, que por lo que pudieron haber dicho (o hecho) de más. Recordemos que la sombra de aquel equívoco abril aún oscurece a más de un improvisado, a más de un apurado. Estos estudiantes están claros: no tienen prisa, pero tampoco miedo. Han sabido domeñar con rapidez su espontaneidad, para hacerla menos instintiva y más efectiva. De largo alcance. Y la paciencia es también una virtud que a este país le cuesta practicar.

Pero esa tarde en la Asamblea, los estudiantes hicieron algo mucho más meritorio y urgente: reivindicaron uno de los derechos humanos sobre el que se sostienen todos los demás: el derecho a la palabra. Una palabra que disiente, que puede y quiere ser distinta al discurso oficial, que excluye el sectarismo y la sumisión a un “pensamiento” uniformado. “Cuando una sociedad se corrompe –dice Octavio Paz–, lo primero que se gangrena es el lenguaje. La crítica de la sociedad, en consecuencia, comienza con la gramática y con el restablecimiento de los significados”. He allí el logro más valioso, por oportuno, de estos jóvenes durante estos tensos y luminosos días de mayo y principios de junio: la recuperación de una voz colectiva y crítica –necesaria en toda sociedad que se precie de civilizada–, de un lenguaje en el que la diferencia y la transparencia de sentidos prevalezcan sobre las imposturas y tergiversaciones de una gramática del poder que ha maltratado un bien colectivo, un vehículo de comunicación que a todos nos incluye, nutre y representa: nuestro lenguaje. Si en este país, palabras como “golpista”, “burgués”, “pueblo”, “revolución”, “fascista”, “imperialista”, “chavista”, “socialista”, “liberal”, “patria” y hasta la misma “muerte” son interpretadas no según su naturaleza semántica, sino a partir de la ideología de quien las emite (o repite), resulta entonces comprensible que este espíritu de renovación social y verbal haya surgido justamente en las universidades, recintos en los que el pensamiento reflexivo se opone radicalmente a un Estado que sustenta su fuerza y poderío en el empobrecimiento del lenguaje. Es decir, en la aniquilación de las posibilidades de creación y convivencia humanas.

¿Qué hemos de esperar los días por venir? Es posible que las protestas disminuyan, o adquieran otras formas de expresión, y de lección, para todos aquellos que durante mucho tiempo tildaron a los estudiantes de apáticos, y hasta de apátridas. Lo deseable sea tal vez prestar atención, y no sólo aplaudir desde la orilla, a lo que la juventud tiene que decir. Y exigir. De seguro se abrirán los debates, por lo que vienen días de pruebas aún más rigurosas que las académicas. Y también podría empezar un proceso de integración, de encuentro, entre los diversos sectores sociales, que, aunque han manifestado solidaridad con las protestas estudiantiles, no pueden seguir contemplando desde las gradas lo que los jóvenes se juegan en la cancha de la política contemporánea. Porque en ese juego, en el que no sólo vale ganar, sino jugar limpio y bien, todos estamos apostando demasiado. Entre otras cosas, la dignidad de vivir en un sistema realmente democrático, que no se parezca a lo que este gobierno sustituyó, pero tampoco a este gobierno. No debemos olvidar que cuando el ser humano se enfrenta a una fuerza fanática, corre el riesgo de mimetizarse con lo que rechaza. “Se puede contraer fanatismo fácilmente, incluso al intentar vencerlo o combatirlo –señala el escritor Amos Oz–. Leyendo los periódicos o viendo la televisión, es posible comprobar todos los días lo fácilmente que la gente se convierte en fanática antifanática”. De allí la importancia de vigilar tanto los actos ajenos como los propios, ésos que se van gestando en silencio y en lo oscuro de nuestra intimidad. Se trata pues de contener dos fuerzas opuestas: las que atacan desde afuera, y las que empujan desde adentro. La ira, el resentimiento y la envidia suelen igualarnos a aquello que combatimos. Vencerse a uno mismo en ese duelo interno, es ya una forma de emprender una lucha más franca, y en consecuencia, más fortalecida contra las amenazas externas, que, para nadie es ya un secreto, pueden ser múltiples, poderosas y despiadadas.

Pertenezco a una generación que fue calificada de boba en 1984 por el no muy elocuente Edmundo Chirinos. No sé en realidad si el término fue el apropiado. Pero sí es verdad que una buena parte de aquella generación, ya sea por indiferencia o ceguera, permitió que se instalaran en el poder unos seres para los que no existe otra verdad ni otro bienestar político, que no sean los suyos. Si eso no fue una bobería, fue algo peor, que en todo caso no vale la pena calificar a esta altura de la vergüenza. Las circunstancias son muy distintas, diría algún doliente. Yo respondería que eso puede servir de explicación, pero no de excusa. No hicimos mucho por impedir lo que ahora es nuestro mayor impedimento. Por el contrario, esta generación que hoy sale a las calles, que alza la voz y los brazos y dice estar harta de tanto atropello estatal y decadencia política, son jóvenes conscientes de lo que pueden llegar a perder: nada menos que su futuro. Es una generación que no quiere degenerarse. Por eso también celebro su rebeldía y sus formas de expresarla. Por lo que ellos están haciendo, y también, por lo que nuestra generación no supo o no quiso hacer. Ni ser.

Puede que los resultados de este despertar, de este proceder estudiantil, estén aún muy lejos de ser frutos comestibles, de ser menos un ahora que una promesa lejana pero posible. Quizás nos lleve más tiempo del que podamos soportar. O sobrevivir. Pero sólo el que espera encuentra lo inesperado, pensaba Heráclito. ¿Juzgo demasiado pronto a estos jóvenes? Es probable. Pero prefiero el riesgo que habita en la esperanza, que la bobería de callar lo que pienso, y de la que alguna vez fui acusado. Mientras tanto, ojalá que cada tregua sea un instante parecido al de aquella muchacha que, al arribo de las acciones, se detiene en las páginas de un libro, buscando quizás respuestas, invenciones, desahogos... o esperando sumar más sombras o contradicciones a sus dudas. No importa. Lo rescatable es que ese gesto nos recuerde la imperiosa necesidad de alimentar el conocimiento, educar la sensibilidad y ejercitar la imaginación; es decir, de reforzar y proteger aquello que se nos quiere arrebatar.


http://www.relectura.org/cms/content/blogsection/1/39/

2 de junio de 2007

LUNES, 12.01 A.M






Ignacio Avalos Gutiérrez


Las quejas vienen de muy atrás, cuarenta años, por lo menos. Quejas formuladas desde distintos puntos de vista, por los más diversos sectores de la sociedad venezolana, configurando un alegato para sentar en el banquillo de los acusados a la televisión venezolana, bajo el cargo de encontrarse en deuda con los ciudadanos y con la democracia.

A lo largo de este tiempo se presentaron hasta 14 proyectos, elaborados para reemplazar unas normas muy viejas, vigentes durante medio siglo, todos ellos con el mismo destino: ninguno prosperó, ninguno aterrizó en ningún lugar, todo quedó según venía viniendo y, en consecuencia, siempre tuvimos la televisión que los dueños y gerentes de los canales determinaron que debíamos tener. Las buenas ideas sucumbieron cada vez frente al argumento de que las televisoras no podían ser tocadas ni con el pétalo de una rosa, de lo cual puede dar fe, por mencionar un solo ejemplo, el Presidente Herrera Campins, quien osó prohibir los anuncios de cigarrillos y bebidas alcohólicas y fue, por ello, borrado de la pantalla chica. Cualquier regla, era el argumento, podía poner en jaque la libertad de expresión y llevarse por delante todo el andamiaje democrático. La televisión siguió, así pues, casi sin normas y fallándole al país. Continuó funcionado en clave financiera, no de servicio público y ejerciendo, a su libre entender, la custodia del derecho a la (su) libertad de expresión, dándole la razón, de paso, a quienes argumentaban que el poder mediático, dejado a su aire, socava al poder político. Después de este periplo de cuatro décadas y una decena larga de propuestas, se llegó, tarde y mal, a la Ley Resorte, un instrumento muy distinto al que aspiraron muchos durante mucho tiempo.

En la madrugada del lunes pasado salió del aire RCTV, mediante una decisión que tiene muy poco que ver con los motivos que fundamentaron el viejo reclamo ciudadano, esa vieja pretensión de contar con una televisión más digna y democrática. En efecto, cualquiera sabe – a estas alturas nadie se chupa el dedo – que la misma obedeció a razones políticas, no obstante su envoltorio jurídico para tratar de explicarla, incluyendo el decomiso de sus equipos apoyado en un concepto de utilidad pública convertido en saco sin fondo, mientras que a Venevisión se le prorrogó el permiso, un reconocimiento a la mesura política de sus propietarios y no, ciertamente, a la calidad del menú que le ofrece a los venezolanos.

Cuesta imaginar que la nueva planta vaya a ser una televisora de servicio público y, como tal participativa, plural, en fin, con las características exigidas para ello. No es que uno quiera ser pesimista, pero basta haber mirado estos últimos años al canal ocho para disipar cualquier duda, es decir, cualquier esperanza, y resignarse a que nuestro mejor escenario posible sea, Lil Rodríguez mediante, una televisora con una buena programación de salsa. Y basta haber visto y oído, también, los medios de comunicación comunitarios – una bandera tan cara a los movimientos de izquierda – para constatar cómo han sido transformados, varios de ellos, en aparatos de propaganda gubernamental. En fin, en el actual contexto venezolano no parece que haya sido un gran negocio para los ciudadanos, ni para el sistema democrático, haber cambiado a los dueños privados del canal 2 por una directiva mayoritariamente integrada por funcionarios estatales, administrando un presupuesto que le viene íntegro del Ministerio de Hacienda.

Así las cosas, el remedio aplicado resultó peor que la enfermedad. Lamentablemente, a las 12.01 a.m. del pasado lunes no comenzó a escribirse un mejor capítulo para la televisión venezolana. Esta seguirá en deuda con todos nosotros, los de este lado y los del otro y, sobre todo, con los que no están ni en uno ni en otro.

El Nacional, 30 de mayo del 2007