En memoria del maestro Ignacio De la Cruz Las Juntas (Costa Rica), 03-12-1926 Maracaibo, 26-01-2001
Mientras Eleita lo hizo atraída por las aventuras de Mabel Valdez, la protagonista de la telenovela de moda, yo entré en periodismo porque quería hacer cine y era esta carrera, que comenzaba a llamarse de Comunicación Social, la única que ofrecía algunas cátedras con ese nombre. Eran los tiempos en que aún pasaban antes de cada película, casi como memorabilia, el noticiero de Bolívar films, un magacín dedicado a difundir generosas raciones de propaganda oficial mezcladas con spots publicitarios.
Mi entusiasmo llegó hasta que ingresé al pasillo que conducía a lo que se anunciaba como el área de cine, una covacha con fuerte olor a químicos atestada de viejos artefactos, en cuya entrada se podía leer una mala noticia: no hay recursos para filmaciones. Afortunadamente, el desencanto duró poco y finalmente se transformó en ímpetu duradero cuando comenzaron las sesiones con el maestro Ignacio De la Cruz, en un principio para nosotros, imberbes estudiantes, apenas un señor mayor, parco y muy flaco, que acostumbraba a vestir con guayaberas.
Su discreto talante, no obstante, escondía una personalidad de fuste y unas virtudes excepcionales. José Ignacio De la Cruz Martínez, costarricense nacido el tres de diciembre de 1926, se residenció en Maracaibo a finales de los años cuarenta donde obtuvo la licenciatura en Periodismo en 1966, en la Universidad del Zulia (LUZ). Era la época en la cual los profesionales ya curtidos en el oficio acudían a las aulas a refrendar sus conocimientos con un título académico. A esa casa de estudios le entregó De la Cruz sus mejores años. Allí, hasta jubilarse como profesor emérito, enseñó con pasión y nobleza sin dejar de lado sus actividades profesionales en el Diario de Occidente, Panorama y El Nacional.
Investigador y poeta, De la Cruz fue miembro del grupo literario Apocalipsis, que marcó un hito en la región zuliana, y su libro
En Maracaibo hay un volcán oculto, que recoge algunos de sus mejores reportajes, ha sido comparado con el célebre Cuando era feliz e indocumentado, colección de relatos periodísticos de Gabriel García Márquez. Murió en Maracaibo el 26 de enero de 2001 y sus méritos fueron reconocidos por el jurado del Premio Nacional de Periodismo de ese año, que le rindió un homenaje póstumo junto a Jesús Rosas Marcano, otro baluarte del periodismo nacional. LUZ, por su parte, distinguió con su nombre al premio nacional que otorga anualmente, desde 1995, a los medios universitarios o periodistas dedicados a la cobertura de esta fuente.
Recuerdo que apenas llegaba al salón de clases el profesor sacaba su silla detrás del escritorio y la colocaba cerca de nuestros pupitres. Luego de recorrer el aula en silencio, se sentaba y sacaba del bolsillo superior de la guayabera un papelito minúsculo que miraba cada tanto, mientras hilvanaba apasionadas disertaciones. Un día, intrigada por ese trozo mínimo del que parecían fluir mágicas inspiraciones, tomé uno que por descuido dejó olvidado sobre el primer banco. De las pocas que había escritas, recuerdo cuatro palabras: entrevista, tono, Capote, Brando. Entendí de qué se trataba en la clase del día siguiente, cuando nos descubrió ese perfil inolvidable que es El Duque en su dominio.
El viejo Ignacio, como lo llamábamos, nos hizo enamorar del oficio acercándonos a escritores extraños para una escuela que estrenaba nuevo nombre, pero se negaba a renovarse. Fue él el culpable de que descuidara mis labores como bibliotecaria del Centro Venezolano Americano del Zulia para leer a hurtadillas la colección de Truman Capote en su propio idioma. Había dado cuenta de casi todas sus obras cuando, olvidado en el fondo de una caja donada por algún benefactor, descubrí un ejemplar del que teníamos noticias pero nadie había podido hallar, The dogs bark (Los perros ladran) un volumen que, sin vergüenza puedo confesarlo ahora, pasó desde entonces a formar parte de mi biblioteca.
Su cátedra era la última del turno nocturno y salíamos muy tarde. Como el transporte público no llegaba a esa hora a la Facultad, y él no conducía, apelaba a la buena disposición de sus alumnos para regresar a su casa. Cuando murió, sus viudas huérfanas (extraños sentimientos nos inspiraba) intercambiamos varios correos donde compartimos recuerdos y añoranzas. Todo para descubrir que, una a una, fuimos privilegiadas víctimas de sus raptos, esos que nos proponía en el último tramo de la avenida Las Delicias, antes del cruce hacia la urbanización donde vivía, y que aceptábamos sin dudar: ¿Le apetece un café a esta hora?, preguntaba. Entonces seguíamos de largo un par de cuadras más hasta llegar a una solitaria fuente de soda, donde recibíamos lecciones de excepción. Creo que mis padres nunca se convencieron del todo del único cuento cierto de todos los que les conté en esos años: que a medianoche, estaba estudiando.
Como él, ningún otro profesor leyó nuestras barbaridades. Corregía los originales (unas cuartillas de papel periódico en cuyo tope se leía: sea breve, claro y conciso
; escriba párrafos cortos y vigorosos), con un par de bolígrafos azul y rojo, y un frasquito de corrector líquido. Y era tan prolijo, tan exigente y a la vez tan respetuoso, que cuando creía haberse equivocado en sus observaciones las tachaba con un brochazo y les colocaba al lado unos asteriscos que iba enumerando. Al final de la última página, al pie de cada uno desplegaba razones y explicaciones. Guardo como lo que son, un tesoro, algunas de esas hojas ilustradas con su letra minúscula e implacable, pero generosa. Y, en la memoria, la indescifrable mirada con la que nos topábamos sobre el par de gruesos anteojos cuando terminábamos de leer frente al grupo nuestras crónicas y reportajes. Nunca una aseveración ni una sentencia. Sólo preguntas e interpelaciones que nos llevaban de vuelta al texto, a examinar argumentos y datos en busca de profundidad, precisión y gracia.
Como escribiera otro maestro, Sergio Antillano, en el prefacio de La interpretación: Un nuevo concepto de la objetividad (LUZ, 1986) el último texto -creemos- publicado por De la Cruz, "Pertenece este activo educador a la estirpe de los maestros, ya en extinción, comprometidos con sus ideas. Capaces, por su energía y autenticidad, de conmover sin hacer abandono de serenidad y modestia. Verdadera grandeza en la humildad, que encuentra origen en una especie de fuerza espiritual que les hace invulnerables a hechizos y presiones. Ejemplares, hoy escasos".
Hoy, cuando la Universidad de Los Andes en Trujillo recibe a su primer grupo de estudiantes de comunicación social, recuerdo al maestro Ignacio De la Cruz y el agrio pasillo que, sin siquiera recibirme, me despidiera de los medios audiovisuales. Nuestra sala de computación es nueva y casi todos los muchachos están conectados. Me pregunto ¿qué periodismo –y cómo– enseñar hoy? ¿Habrá cambiado algo?